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Cultura El Quijote Verde Martes, 21 de Febrero de 2017

El rayo

Walter Greulach es un sanrafaelino nacido en Jaime Prats. Hoy, reside en Miami y colabora con Mediamza.com a través de esta columna a la que él llama El Quijote Verde. Esta es otra de sus entregas.

Martes, 21 de Febrero de 2017
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El sol despertó remolón, pasadas las siete no terminaba de desperezarse, ni de juntar coraje para cabecear entre las nubes. Esa mañanita temprano, tras cargar palas, azadones y la comida necesaria, salimos rumbo al canal matriz en nuestro siam di tella celeste. Pintaba  bien caluroso para la época. Corría el 74, Perón en sus últimos días echaba a los ‘estúpidos e imberbes” de la plaza de mayo. Se desencadenaban tiempos trágicos para nuestra república, más nada de eso parecía afectar a un muchachito jaimepratense de solo nueve años dispuesto a pasar una de sus jornadas favoritas: la de la limpieza anual del canal principal de riego. Aquel año, no recuerdo porqué, la faena se había adelantado, generalmente esto se realiza en invierno.

Terminada la temporada de cosecha, a cada chacarero propietario le corresponde reacondicionar una parte del surco de agua y es costumbre (o era treinta y pico de años atrás) juntarse con varias familias vecinas y trabajar mancomunadamente. Un momento de disfrute mágico que, a los niños, nos ofrecía la posibilidad de corretear resbalando por el cauce lodoso. Chapalear en los charcos ahuyentando despavoridos batracios y juntar las escasas plantas comestibles que aún quedaban en los costados (berros, espárragos, hinojo, menta, etc.). Todo esto enmarcado por gritos y risas de entre cinco a diez gurruminos que terminábamos tarde o temprano desquiciando a nuestros progenitores. Hoy me supongo que lo que menos hacíamos era colaborar con las tareas, solo por un ratito el filetear las paredes de la gran acequia nos resultaba divertido.

Al mediodía mientras andábamos armados de hondas, entre sauces y totoras, tratando de cazar cualquier bicho que volara, los mayores preparaban el religioso asado. Mi padre, apenas bajado del auto, ya había puesto a enfriar en un pozo de agua dos o tres litros de vino tinto atados con una soga y dos suculentas sandias. Después, por una hora, el solcito de otoño, sumado al adormecedor arrullo de la naturaleza, daban marco a la siesta. Aunque los traviesos enanos, lejos de apaciguarnos, subíamos nuestros decibeles persiguiendo a alguna bandada de loros barraqueros o a desprevenidas martinetas y liebres.

Como a las seis y media de aquel domingo, casi con la faena concluida, llega a mi mente nítido el recuerdo de un repentino oscurecimiento, acompañado de un aire fresco preñado de aromas de lluvia. En segundos se desencadenó la peor tormenta eléctrica de la que tenga conciencia. Muy raro para esa época del año, el cielo pareció explotar arriba nuestro con un espectáculo de fuegos artificiales. Con chirridos de miedo y excitación nos refugiamos en el único lugar posible, el interior del canal matriz. Los árboles, lejos de protegernos, atraían los rayos. Un estruendo nos aturdió y vimos el resplandor del fuego en la distancia.

El menor de los Arana, nuestros vecinos del otro lado de la calle, aun no se había sumado a nuestra trinchera y eso comenzó a preocuparnos. Un par de minutos después Valerio, el papá, salió al descampado llamándolo a los gritos. Gritos que se transmutaron en aullidos de desesperación cuando, asomando sobre nuestras cabezas, nos comunicó que a pepito lo había alcanzado un rayo y se encontraba tirado inconsciente como a cincuenta metros de allí. Siempre diligente y rápido en momentos de crisis, bajo infernal lluvia, no solo de agua sino de truenos y centellas, mi padre, con la ayuda de otros dos, cargó al herido en el siam, recostándolo en el asiento trasero.

José Arana, mi gran compinche de tropelías por la Línea de los palos, tenía diez años. Su rostro lucía como la representación misma de un egresado del averno. Los pelos chamuscados, la piel ennegrecida y un hilito de sangre que brotaba de la comisura de los labios juntándose con el que bajaba de su oído izquierdo, sumados al olor a mierda y a cabello quemado completaban el dantesco escenario. Lejos de asustarme, me escabullí de entre los curiosos y pegando un brinco fui a sentarme junto a él. Nadie iba a impedirme acompañar a mi querido amigo en su momento de sufrimiento.

Patinando sobre el barro, a duras penas sorteamos el tronco humeante atravesado sobre el camino. El hospital de General Alvear quedaba como a unos doce kilómetros y el trayecto, por esos senderos abandonados a la buena de Dios, nos insumió hora y diez minutos. El siam tras empantanarse tres veces casi volteó a la altura de los tres puentes. Todo esto es aleatorio, la historia que hoy intento desentelañar (acabo de inventar el término), tiene de increíble los acontecimientos que sucederían a partir de allí.

Mi compañerito había recuperado la conciencia y esbozaba palabras ininteligibles. Un sonido realizado con la lengua y el paladar, como cuando se imita el trotar de un caballo o el descorchar de una botella, brotaba cada tanto de su garganta. Los ojos no realizaban pestañeo alguno, abiertos al extremo parecían a punto de abandonar sus orbitas. Apoyaba el delirante la cabeza sobre mi falda y sus piernas en la de su papa, Valerio. Blanco el rostro del hombre, shockeado de tal forma que de seguir así en el centro sanitario tendrían que atenderlo primero a él. En el asiento contiguo al chofer se ubicó el ruso Leisuk, un armatoste de casi dos metros dueño de una fuerza descomunal. Sabia elección de mi viejo, el solo levantó el auto para desempantanarlo las veces que fue necesario.

—Trata de hablarle constantemente, no dejés que cierre los ojos y se duerma —me exigió papá sabiendo que Valerio estaba congelado y resultaba de muy poca ayuda.

Ni modo de que los cerrase, lucían como dos farolazos que se movían de un lado a otro. Ni siquiera me hizo falta hablarle, pepi largaba frases a borbotones, por ahí se detenía unos segundos y me miraba como esperando una respuesta, o quizás una pregunta. El tono era bajísimo, lo que me obligó a acercar mi oído a sus labios. Cuál no sería mi sorpresa al escuchar que era alemán lo que estaba hablando, idioma que conozco un poco gracias a que mi abuelo y mi padre nunca dejaron de usarlo en casa.

Describía imágenes de una guerra lejana, con voz que no era la suya hablaba de la batalla final en la línea Sigfrido, en una colina a la vera del pueblo Cleveris, en la frontera sur con Holanda (no es que recuerde con tal lujo de detalles, Wikipedia ayuda bastante, ¿no?). Era un soldado alemán en la segunda guerra mundial y desgastaba su último aliento enterrado en una trinchera. El dramatismo del relato y la minuciosa descripción de los acontecimientos aun hoy me erizan la piel. A mí solamente me dirigía la palabra. Cuando Valerio Arana acercaba su cabeza pepe enmudecía y me observaba con expresión de súplica.

En aquel momento pensé que el rayo lo había enloquecido, mas no le hallaba explicación a su ficción bélica y mucho menos al excelso dominio de la lengua germana. Le comenté a mi viejo y me observó con cara de que el delirante era yo. De repente mi amigo enmudeció, como si la historia (o la vida del combatiente) hubiese acabado. Luego de un par de pequeñas convulsiones y los primeros pestañeos que pude observarle en más de media hora, arrancó con otro relato. Entonces era un cura español, juez de la santa inquisición en el México de fines de los mil seiscientos.

Aun tuvo tiempo hasta que arribáramos al hospital de pasear por tres vidas más. Narró en otras lenguas, con distintas voces, quien sabe que desventuras. Cuando estacionamos sobre la Emilio Civit había anochecido, ya no llovía y el menor de los Almada respiraba entrecortadamente. El castañeteo de sus diente se metía entre frase y frase. Usó entonces nuevamente la lengua de Goethe, aunque ya no era el soldado malherido, sino un cortesano de quien sabe que rey medieval.

Ni mi padre, ni Valerio, menos pepi una vez recuperado, creyeron nunca la descripción que yo ofrecí durante los meses posteriores al rayo. Después de afrontar el ridículo en un par de ocasiones, decidí llamarme al silencio. Hoy, tras treinta y tres años junté el coraje necesario para confesárselos.

Nunca hallé justificación lógica para aquellos sucesos, ni caso parecido en décadas de búsqueda. Quiero creer, con la intención de clausurar esta página de mi vida, que esa corriente eléctrica que impactó el cerebro de mi amigo, de alguna forma activó una especie de válvula que impide el paso de los recuerdos de vidas anteriores, en la transición eterna de las almas.

Paso el lastre de la duda a mis lectores, con la esperanza que alguno pueda brindarme otra explicación plausible que ayude, aunque sea un poco, a tranquilizar mis pesadillas.

 

Abrazo grande mi gente linda de San Rafael, Alvear y Malargüe. El quijote los saluda y les regala una historia inédita, de esas raritas a las que los tengo mal acostumbrados.

Amanecerá y veremos....                 W.G.G desde Miami