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Cultura El Quijote Verde Domingo, 17 de Marzo de 2019

Ramiro

Walter Greulach es un sanrafaelino nacido en Jaime Prats. Hoy, reside en Miami y colabora con MediaMendoza.com a través de esta columna a la que él llama El Quijote Verde. Esta es otra de sus entregas.

Domingo, 17 de Marzo de 2019
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17/03/2019

Para ser tan temprano, ya hay una humedad y un calor de los mil demonios. Estos otoños miamenses son un chiste. Me siento pegajoso, incómodo, para colmo no he podido cerrar un ojo. Toda la maldita noche pensando guevadas. Son las seis y estoy sentado en mi cama. Respaldado en la pared, chupo unos mates, mientras repaso por quinticienta vez los extraños hechos que, en solo medio año, pusieron culo pa" rriva mi vida. Me hallo en una encrucijada única e irreversible. No tengo dudas de que mi porvenir quedará ligado para siempre a la decisión que estoy por tomar.

Nunca fui un oportunista, de astuto tengo muy poco, se puede decir que me han vivido cagando. Por honesto y boludo estoy donde estoy, un cuartito inmundo con un baño que pasa tapado, en el medio de la pequeña Haití. Laburo de lavaplatos, por el mínimo, en El Malecón, un restaurante cubano enclavado en el medio de Hialeah y mantengo aun la esquizofrénica utopía de vivir en un futuro de las pelotudeces que escribo.

Década y pico que mis pasos desgastan las calles de Miami. Lo poco que ahorré en mis primeros años en la capital del imperio, me lo gasté en un casamiento por los papeles. Siempre me dijeron que si estaba legal iba a conseguir un mejor trabajo. Mierda, aquí estoy, legalísimo, cinco años con green card y peor que nunca.

De Argentina me vine en el 97, cuando entrabamos sin problemas gracias a las relaciones carnales de Menem y Clinton. Llegamos una madrugada de Abril con mi esposa Laura. La guacha me abandonó al mes, apenas se le cruzó el primer gringo pintón, y se llevó la plata que habíamos ahorrado en doce años de estar juntos. Tiene dos hijos y vive en un caserón de la gran puta en Key Biscayne, tres veces me la crucé por la calle. Sé que solo me saludó por compromiso. Ni remordimiento siente y a mi, al verla, se me quiebra el cuore. Soy tan idiota que aun la quiero. Sueño que algún día volverá a pedirme perdón.

Rodeado de cubanos como estoy, a duras penas he aprendido un puñado de palabras en inglés. En esta ciudad de U.S.A podes sobrevivir sin hablar este idioma. Mi máxima aspiración, por cierto bien patética, es alcanzar el puesto de ayudante de cocina en El malecón y ganar un dólar más la hora. Se puede apreciar que mis perspectivas de alcanzar el sueño americano han sido siempre ilusas. Hasta el día en que por mi senda se atravesó un tal Sietecases.

Ramiro tendría unos cuarenta y pico, era colombiano, paisa. Cayó al restaurant un martes al mediodía, a comienzos del pasado enero. Desesperado por trabajo, presentó sus papeles (después me enteraría que eran truchos) y debido a que la temporada estaba a pleno, lo tomaron inmediatamente como ayudante de cocina, por siete la hora. El hijo de puta de Don Luis se evitó así darme la promoción y tener que pagar ocho la hora. El tipo este no sabía ni cortar una lechuga. Desde el principio no me dio muy buena espina. Era..., como decir…, diferente a los demás. Al comienzo hablaba menos de lo necesario, escogía con cuidado las palabras. Se veía que era culto hasta el tuétano. A cada tanto lo sorprendía mirándome con ojos profundos, inquisidores. Me incomodaba su presencia, pensé que era gay y yo le gustaba. Con el andar de los días iría descubriendo que era raro de bola nomas y me fui acostumbrando.

A seis meses de su llegada, me mantenía entretenido con sus eruditas disertaciones. Por lo menos para mí, que tenía una secundaria regalada. Un modesto autodidacta que ya se había olvidado de hasta como hacer una división. No llegué a considerarlo un amigo, sin embargo estaba como encariñado conmigo. En algún momento llegó a decir que yo era la razón de que estuviese trabajando en El malecón.

Un atardecer de Julio comenzó a sincerar su delirio, limpiábamos ajos en el balcón del restaurant que da a Okeechobee road.

—¿Crees en Dios? — me tiró a boca de jarro, clavando sus ojos en mi rostro.

Intenté explicarle mi ateísmo moderado. Bautizado al nacer, con comunión y juventud católica incluida, pronto me di cuenta que la religión, en el pueblito perdido del que procedo, era una excelente excusa para entablar relaciones sociales con jóvenes de mi edad. Concurrir a la tediosa misa, un domingo al mes, alcanzaba para cumplir este objetivo. En la facultad viré a la izquierda, cambié la biblia por el capital de Marx y me declaré no creyente, pero, cuando me hizo falta ayuda, apelé a algún ave María o padre nuestro. Como cuando teniendo veinte años sufrí de unas taquicardias agudas que me aterrorizaron, o el día en que mi abuelita entró grave al hospital. Pasado el susto, volvía a mi condición de ateo por conveniencia.

No me dejó ni terminar cuando ya estaba enhebrando la siguiente pregunta.

—¿Crees en las profecías Mayas?

—Creo que es una linda cultura, con un desarrollo intelectual destacable para la época. Hacía rato que me interesaba el tema, pero después de leer un tacazo de libros, llegué a la conclusión que, igual que con la Biblia, hay tantas interpretaciones como estudios realizados. Algunos súper subjetivos, poco creíbles por cierto —recuerdo que le comenté, y se quedó en silencio como masticando mi respuesta.

—¿Y qué de la vida extraterrestre, existe o no? —volvió al ataque.

Un poco cansado de tanta preguntadera, me levanté a tirar las cascaras de ajo y, tras responderle afirmativamente, cambié el tema de conversación. Me incomodaba desnudar mis acotados conocimientos y quedar en ridículo frente a Ramiro. Aunque la bola ya había comenzado a rodar.

Una semana después, en un Irish pub de la avenida Washington, sacó el tema de los mayas nuevamente. Entonces, ayudado por unas cuantas coronas, me enganché rápidamente. No puedo negar que me encantaba escuchar sus historias.

—¿Sabías que los mayas originales no eran de la tierra?

—¿Haces referencia a los fundadores? —dije, como aclarándole que no era neófito en el tema.

—No solo los seis primordiales, los diez mil habitantes originales también venían del espacio exterior —contestó excitado por mi creciente interés.

Esa noche, y las tres semanas posteriores, Ramiro desarrolló su hipótesis sobre el surgimiento, desarrollo y desaparición de la antigua civilización. Un relato apasionante que me mantuvo en ascuas. Comencé a esperar cada encuentro con el colombiano como si de una primera novia se tratase. Lo que me cautivó, más que nada, fue el detalle de la crónica. Fechas, lugares y circunstancias, desfilaban frente a mi, como si un testigo presencial me lo estuviese narrando. Una tarde en su apartamento; un amanecer en mi cuarto; una madrugada en algún bar de Collins o Ocean drive; durante las horas de trabajo. Cualquier lugar era una buena excusa para atravesar siglos cabalgando en sus palabras.

Limpio el mate y lo lleno otra vez, aprovechando para sacar una caja de donas de la heladerita. Miro nervioso el reloj, son las seis y veinte. Aún tengo cuarenta minutos, pienso, y me tiro a la cama, estirando luego el brazo para alcanzar el termo. Un olor nauseabundo a mierda y humedad se mezclan con el de la yerba mojada.

Seis primordiales, únicos supervivientes de la civilización más antigua que jamás haya existido. Seis seres que escaparon, con lo justo, de una explosión cósmica que acabó con su mundo y con cuarta parte del universo. Dos millones y pico de años atrás, estos tipos, o como se les pueda llamar, fueron los pilotos designados para conducir a un lugar seguro a la nave nodriza, cargada con más de un millón de habitantes de Oxitrus, el planeta desaparecido. La cuestión es que la catástrofe se anticipó. Los agarró en un mundo lejano al de ellos, haciendo los retoques técnicos finales al vehículo, al límite mismo del cuadrante primigenio. Eso salvó sus vidas, pero quedaron como únicos exponentes de su civilización (y de todo el sector destruido), en un universo casi desconocido, en una embarcación espantosamente grande.

En un momento, creo que fue en un sport bar de Collins y la siete, le pregunté de donde sacaba todo ese magnífico material, pues me interesaba comprar la versión original para escribir una historia.

—El original lo tengo aquí, es exclusivo —me dijo tocándose la cabeza.— Cuando llegue el momento te daré más precisiones.

Lo miré extrañado, comenzaba a cumplirse mi pronóstico. Había algo oculto en su delirante historia, algo que aún no se animaba a contarme.

Después de cientos de miles de años vagando por el espacio, no sé si les había mencionado que eran inmortales, los primordiales se habían transformado en los conductores de un taxi interplanetario. Moviendo especies primitivas de un lado a otro para evitar su extinción. Convirtiéndose en una suerte de Dioses en los tres cuadrantes del espacio, en donde tenían el privilegio (o la maldición) de ser los únicos capaces de realizar el salto hiperespacial. En síntesis, en los pasados dos millones de años, han sido como unos agentes ecológicos, conservando la armonía del universo, sin intervenir en nada más que el transporte.

Suena el celular, veo el identificador de llamadas, es el cabrón de Don Julio, seguro que llama para cerciorarse de que iré a trabajar más tarde. Hace dos días que vengo reportándome enfermo. Aparte hoy es una fecha importantísima, veremos qué pasa mañana. Tendré que engriparme, al menos por veinticuatro horas. Ya son las seis y media. ¡La puta madre, debo empezar a prepararme!

Según la crónica Ramiriana, existen miles de razas inteligentes en el cielo, entre ellos los homínidos, que poblamos una docena de planetas. O sea el hombre no es una exclusividad de la tierra y resulta que los primordiales también eran humanos. Los primeros que habían aparecido y llegado (antes del cataclismo gigante) a poseer un desarrollo síquico y tecnológico inigualable.

Era domingo, como a mediados de agosto, cuando desnudó su locura, revelándome el propósito por el que estaba trabajando en El malecón y su supuesta identidad. Caminábamos por el Flamingo park, después de un picadito de fútbol con unos vecinos. Me detuve bajo uno de los arcos, el resto de los jugadores ya se había marchado. La excitación creciente que ponía al hablar y el agitar exagerado de sus brazos, indicaban que se acercaba la revelación. Me recomendó que no le comentara a nadie lo que iba a decirme, que confiaban ciegamente en mi (por primera vez usó el plural). Por eso tendría el altísimo honor de ser el fogonero, única forma además de poder salvar mi vida. No tenía ni la mínima puta idea de lo que hablaba. Lo vi como quien ve a un demente peligroso y me alejé dos pasos a un costado. Venia intuyendo que, en algún momento, Ramiro iba a incorporarse al loco relato como protagonista, pero nunca de esta forma, y menos que yo también entraba en sus planes.

Me pareció que estaba quemadísimo, supe al instante que no era broma, que se creía todo lo que contaba y eso me infundió temor. Resultaba ser que mi compañero de trabajo y casi amigo, el paisa Ramiro Sietecases, no solo era uno de los primordiales, sino que estaban en la tierra (junto a los otro cinco inmortales) con el objetivo de salvar de una próxima catástrofe a dos millones de terráqueos. Ese instante final, tras alinearse los planetas del sistema solar… BUUUUMM. A la mierda la tierra. Ya nos tenían ubicado un nuevo hogar, se trataba del planeta Apostato, a dos semanas de travesía. El éxodo se realizaría en dos viajes.

No pude reprimir una carcajada. Me observó ofendido por tamaña irrespetuosidad, pero ya era mucho para mí. Me interesa el tema de los mayas y el supuesto fin del mundo, pero el fanatismo y las incoherencias de Ramiro comenzaban a incomodarme. Como sea, me propuse destruir lógicamente su argumento, si es que algo de lógica había en la fantasía épica aquella.

—Te tomaste seis meses en tratar de convencerme, si ustedes son seis, convencer a dos millones les llevaría siglos. ¿O no? —recuerdo que le dije.

Me explicó que yo era alguien especial, al que quisieron dedicarle más tiempo. Que el resto ya había sido escogido en los pasados cinco años. Remarcó que ya todo estaba listo para el primer embarque. Me sonó a ganado.

—¿Alguien especial, para hacer qué? —pregunté espontáneamente, mientras una vocecilla en mi interior me censuraba. “¡Parala allí, cortala de una vez, no ves que está loco!”

Me muevo incomodo en la cama, la luz comienza a filtrarse por la cortina entreabierta. Bajo los parpados, su voz retumba nítida en mi mente.

—Tu rol y no dudo que aceptarás, será el de una especie de fogonero. Alimentarás desde aquí a la nave nodriza. El combustible se encuentra almacenado en los Everglades. Precisamos a alguien de confianza que mueva el interruptor en el momento exacto y nos mande el oro necesario para los dos viajes.

—Estas de puta madre, resulta que usan oro como combustible —indagué divertido. —¿Me podés explicar Ramiro qué carajos tiene el oro de combustible? Me duele decirlo, pero tendrías que consultar a un profesional. Necesitas ayuda siquiátrica. Si te creés toda esta mierda estás realmente mal viejo —le recomendé, apoyando con fingido afecto mi mano sobre su hombro y comenzando la retirada.

—Sería difícil explicarte el tema del oro en palabras que puedas entender. Nuestra cultura logró un desarrollo imposible de imaginar para cualquier terráqueo. Aunque prometo desarrollarte el tema cuando estemos en Apóstato.

—Te dejo bien en claro que no creo ni una pizca en la montaña de guevadas que estás diciendo. Dentro de esta insensatez, ¿para qué me necesitan a mí?

—Por más de un milenio y medio hemos tenido oculto el combustible, esperando este momento. El oro —prosiguió el desquiciado colombiano— solo puede ingresar a la nodriza en el momento exacto del despegue. No preguntes porque, pero si lo hiciera antes la nave explotaría. No tenés idea la energía que se genera en ese instante. La señal que inicie el transporte solo puede ser originada desde el lugar donde se encuentra el oro. Es así y punto, no hay otra forma. No es sencillo explicarlo.

—¡Qué ridículo y a la vez que cómico! Yo les mando el combustible, ustedes se largan y yo muero asado acá.

—Lo haría uno de nosotros, pero los seis somos imprescindibles para manejar la nave. Además vas a venir con nosotros en el segundo viaje, programado para mediados de noviembre.

—¿Y quién sería entonces el bobo que en ese último viaje mandaría la señal con el combustible? —pregunté, aun no entendiendo porque seguía escuchando una historia que, además de increíble, no tenía ni un poquitín de lógica en el armado del relato.

—El oro se carga en su totalidad la primera vez y nos alcanza para las dos travesías, te repito, es complicado para un humano corriente.

Recuerdo que me quedé mirándolo seriamente por unos segundos. Albergaba la tímida esperanza de que estuviese bromeando y en un momento me diría riéndose:

—¿Te la creíste, no?

Abrió la boca y comenzó a comentarme como y cuando sería el primer embarque humano. Lo paré con la mano y con cara de fastidio, ¿o de pena? Me sorprendí despidiendo a Ramiro con un fuerte abrazo. Pensé confundido que empezaba a encariñarme de este curioso individuo.

—La cosa no da para más, necesitas ayuda médica mi amigo. Por mi parte te rogaría que nunca vuelvas a mencionarme el tema de los mayas. Ni siquiera te voy a contestar.

Me miró con tristeza infinita y dijo con voz queda:

—Tenemos mucha esperanza en ti, sé que no vas a fallarnos. No buscaremos otra persona, es demasiado tarde. No nos defraudes por favor. La supervivencia de los terráqueos depende ahora de ti mi hermano. Por último, ¿no te interesa saber porque fuiste elegido para tan trascendental tarea? —inquirió, mirándome a los ojos mientras me agarraba de un brazo impidiendo mi partida.

No le respondí, sacudí su mano con fastidio y le di la espalda, él caminó con rapidez atravesándose en mi camino.

—Aquí están las instrucciones para activar la señal en los Everglades. Nos vemos en noviembre, Apostato nos espera. Será una experiencia fascinante para ustedes, te lo aseguro.

Fueron las últimas palabras que escuché de su boca. Me puso en la mano una cajita metálica, que pesaba más que el plomo y tenía en su parte superior un botón rojo. Entonces desapareció antes de que pudiera darme cuenta.

Miro el reloj y comienzo a vestirme con prisa. Tras correr las cortinas, un día espléndido me saluda tras los vidrios. Reviso una vez más el pequeño bolso que he preparado: una muda de ropas, un par de botellas de agua, un paquete de criollitas y un repelente en aerosol para los mosquitos. Esos malditos bichitos se vuelven insoportables en los Everglades.

Los dejo por siete días mis queridos lectores. Hasta que un nuevo viaje delirante por el mundo de la fantasía nos convoque. Mil gracias por soportarme. ¡Feliz semana gente hermosa!


Walter G. Greulach, el Quijote Verde