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Cultura El Quijote Verde Viernes, 22 de Marzo de 2019

El regreso de Juan Golondria

Walter Greulach es un sanrafaelino nacido en Jaime Prats. Hoy, reside en Miami y colabora con MediaMendoza.com a través de esta columna a la que él llama El Quijote Verde. Esta es otra de sus entregas.

Viernes, 22 de Marzo de 2019
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24/03/2019

En algunas tardes de julio, como aquella, después de una fina y rápida llovizna, el sol reaparece entre las nubes. Entonces la humedad parece ensañarse con todo ser vivo, aplastándolo y reduciéndolo a una simple masa gelatinosa que resbala por las calles de Miami. Mientras caminaba por Collins Avenue, acercándome al hotel, trataba de encontrar una explicación a la olvidada sensación que recorría nuevamente mi ser.  No lo conocía personalmente, pero a través de mi niñez y adolescencia me había extasiado viendo sus películas de aventuras. Época de la vida en la que, con muy poco argumento, elevamos a nuestros admirados a la categoría de ídolos. Vaya si lo admiraba y aunque como actor dejaba mucho que desear, sus cintas, que siempre eran despedazadas por la crítica, se convertían en éxito de taquilla seguro.

A la distancia pienso que aquella devoción estaba relacionada con el ambiente de represión en el cual yo vivía. Internado en el colegio de los hermanos maristas y con unos padres castradores y déspotas, toda mi frustración e impotencia encontraban su válvula de escape a través de esos largometrajes. Amaba cada día más al detective Suarez. Al punto de haber copiado en aquel tiempo su forma de hablar y de moverse. Llegué a ser un distorsionado clon del mediocre artista, con sus tics, su ropa. Si hasta conseguí un bigote idéntico al de él. Vivía en un mundo paralelo, excitante y peligroso. Mis padres y los curas eran los malhechores, mi hermanito mi ayudante. Reproducía diálogos y escenas. Un día persiguiendo al "cabeza" (el bandido más odiado) me tiré desde el  balcón del segundo piso de nuestro departamento, enredándome con el toldo y partiéndome tres costillas, peroné y tabique nasal en la caída.
 
         
Tenía grabadas sus 19 cintas y las veía una tras otra. A veces rebobinaba hasta en cinco ocasiones alguna parte para volver a gozarla. Dejaba en mis interlocutores la sensación de ser un joven al borde de la demencia. Era como estar poseído por el espíritu de mi ídolo. Caminar por la fina cornisa de la locura disfrutando de ello. Los estudios psiquiátricos fueron concluyentes: desdoblamiento de  personalidad con delirios esquizofrénicos. El asunto preocupó tanto a mis progenitores (creo que eran más las ganas de sacarse una carga de encima), que por recomendación de los médicos me mandaron a una clínica en Miami, donde vivía una tía mía. Corría el año 82 y a duras penas había terminado la escuela secundaria.

Dice la vieja que mis últimas palabras al despedirnos fueron:

—No llores madre, esos bastardos pagarán con creces lo que te han hecho
—y mirando a mi imaginario acompañante, agregué: — despega Juan, la calle esta dura y tenemos que ablandarla —célebre frase de mi bien amado detective.

Por la nueva tierra desgasté veinticinco años de mi vida. Unos cariñosos tíos sumados a un buen tratamiento siquiátrico tapiaron mi pasado. Ayudó que la fama de mi semi-Dios no se extendiera más allá de las fronteras de mi lejana nación. Nada conocían de él por estos lares. Me gradué con honores en periodismo, tengo una vida común, totalmente predecible, mujer, dos hijos y... ni rastros de mi demencia precoz. Una semana atrás mi jefe (trabajo en una revista latina de espectáculos) me dijo que llegaba un viejo actor de mi país y le agradaría que le hiciese una nota.        
   
—Sería bueno —agregó— porque nuestra revista se vende mucho también en Argentina.

Al mencionar su nombre la piel se me erizó, estuve a punto de negarme. El único argumento convincente hubiese sido contarle sobre mi desquiciado pasado. Asentí sin decir  palabra, pensando que después una gripe pasajera me libraría de aquella traumática obligación. En los días que siguieron me debatí entre ir o no ir. Estaba seguro de que el trauma ya no existía y que no había resquicio por donde el inspector pudiera colarse en mi presente. ¿Por qué el nerviosismo entonces?, ¿Por qué temblaba mi cuerpo a medida que me acercaba al Sheraton Four Points? No me pregunten cómo me contuve y no salí huyendo de aquel lobby.

La curiosidad pudo más que el temor, y ahí estaba yo saludando al tipo aquel, con la voz entrecortada y una agitación digna de quien termina de disputar la maratón de New York. Gracias a Dios la tranquilidad regresó pronto a mi cuerpo. Me di cuenta que no era "mi héroe" lo que veían mis ojos. Solo quedaban despojos, jirones de aquel que alguna vez había conmovido mi existencia. Su aliento a alcohol me llegaba en bocanadas nauseabundas. Me contaba tartamudeando y con frases inconexas (me habían anticipado que tenía  Alzheimer) una y otra vez las mismas historias. Para mi sorpresa yo ya conocía estas anécdotas de memoria. ¿Sería acaso que comenzaba a deslizarse la cortina de metal? ¡No...no podía ser!, este patético ser humano no podía provocarme ni una emoción, pero sus ojos, ....sus ojos tenían algo que me impacientaba.

La nota no me consumió ni veinte minutos. Ni siquiera pude tomarme el café, al primer sorbo se me quedó atragantado en la garganta. No valía la pena perder más tiempo, iría a pegarme un duchazo a casa. Un ilusionista y una cantante me esperaban al atardecer. Me despedí de él sintiendo una profunda. Sus vividos ojos me acompañaron hasta las puertas automáticas y aun en la calle me pareció seguir sintiendo su presencia junto a mí.

En un tacho de basura del estacionamiento tiré el papel con las pocas anotaciones que había tomado. No me gustaba llevar grabador, a veces mis entrevistados se ponían a la defensiva y el encuentro perdía espontaneidad. No habría historia, mejor que la gente guardase en su memoria la imagen de aquel vigoroso y entusiasta detective al que tanto amé. Dejaría incólume su recuerdo. Al boss le diría que el tipo estaba en tan lamentable estado que fue imposible realizar la entrevista. Al fin y al cabo no estaba mintiendo. Cuando doblé por la 41st street y bajé por Pine Tree había comenzado a llover. El aire acondicionado del Kia Rió cinco no funcionaba bien, así que preferí mojarme a cerrar los vidrios. Por suerte mi casa estaba cerca y en esos diez minutos de viaje medité sobre el encuentro. Estaba tranquilo, había superado una prueba a la que por años evité enfrentar. Siempre me intrigó saber que pasaría al abrir una puerta a mi traumático pasado. Por suerte nada especial había sucedido y pensé que con el correr de los días me iría olvidando del tema y volviendo a mi rutina.

Llegué a casa justo a tiempo para cruzarme con mi mujer y mi hija menor, iban a la  biblioteca de Miami Beach. Después a caminar por Lincon Road, la mayor estaba en su clase de capoeira. Era como las cuatro y poquito. Disfruté la idea de que estaría solo por las próximas dos horas. Un buen baño, una reparadora siesta y a laburar de nuevo. En el momento en que entraba al ascensor, me sorprendí nombrando de corrido las 19  películas de mi adorado tormento (no sabía que aun las tenía registradas en algún lugar de la memoria). La idea de que estaba sucediendo algo que no podía controlar, de que la hermética cortina se estaba moviendo, me petrificó.

—No pasa nada, todo está bien —dije para tranquilizarme mientras respiraba profundo. El terror y la angustia que denotaba mi voz indicaron todo lo contrario.

Antes de meterme en la bañera, revisé (no sé porque) una pequeña y vieja valija que guardaba en un doble fondo del ropero. Tenía colgado un amarillento papel que la identificaba como equipaje proveniente de Argentina. De repente me había acordado que estaba allí.

—Por qué habré escondido esto —me pregunté. Quizá serian algunos recuerdos de mi  juventud. Más tarde la revisaría con tranquilidad. Ahora necesitaba con urgencia relajarme reposando en el agua.

Las nubes trazaban en mil matices de rojos y naranjas el firmamento. Un pelotón de ciclistas con camisetas de Colombia, Venezuela y puerto Rico (escoltados por dos patrulleros) bajaban por Sheridan Ave. El hombre esperó unos segundos y cruzó la calle. Se paró por un momento enfrente del Scott Rakov Center. Miró con desconfianza a ambos lados y tanteó el bolsillo derecho de su descolorido gamulán. Un grupo de jóvenes que salían del centro juvenil se detuvo a observarlo. Era raro ver a alguien con tanta ropa en un día tan caluroso.

—Otro homeless —dijo un rubiecito.

—Está loco de remate —acotó la chica que estaba a su izquierda.

Pasada la novedad siguieron caminando hacia la parada de bus. Se bajó el sombrero negro (desteñido por los años) hasta la altura de los ojos. Con la yema de dos dedos peinó un poblado bigote negro que a todas luces parecía postizo. Fijó la vista en un costado e hizo una seña como invitando a una imaginaria persona a avanzar.

Bordeando la  piscina de natación penetró en el campo de golf y se perdió en la distancia.

El Nuevo Herald de hoy, se hace partícipe en la búsqueda del reconocido periodista de espectáculos José Golondria, desaparecido la semana pasada. Publica en su segunda página una foto de él y reproduce la última información que sobre el caso maneja la policía. La aparición de un sospechoso que fue visto por una vecina saliendo de la casa de Golondria la tarde de su desaparición. Acotan también que dos entrenadores de un club al lado del golf vieron ese día al mismo vagabundo. Al pasar junto a ellos dijo en voz baja: "Despega Juan la calle esta dura y tenemos que ablandarla".

Les deseo un muy buen comienzo de semana queridos lectores, volveremos a encontrarnos en solo siete días en este prestigioso medio digital. Espero se hayan entretenido un rato con mi cuentito. Los vericuetos de la mente son insondables y por lo tanto apasionantes para quien los usamos como argumentos. ¿No les parece?

Los despide Walter Gerardo Greulach, el Quijote Verde.