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Cultura El Quijote Verde Martes, 30 de Abril de 2019

Nada que agradecer

Walter Greulach es un sanrafaelino nacido en Jaime Prats. Hoy, reside en Miami y colabora con MediaMendoza.com a través de esta columna a la que él llama El Quijote Verde. Esta es otra de sus entregas.

Martes, 30 de Abril de 2019
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01/05/2019


Se despertó sobresaltado, su cabeza pesaba más de mil kilos y apenas podía mover su lengua de tan pastosa que tenía la boca. El corazón tamborileaba apresurado. La aguda puntada en su oído derecho le obligó a cerrar los ojos con fuerza. Triste, solo e inmensamente desamparado, fue la primera frase proyectada en su mente esa mañana. Dos cosas lo sorprendieron en aquel insulso momento. El terrible dolor de estómago con el que se había acostado, ya no existía, y las molestas goteras, regalo del huracán Wilma, habían desaparecido.

 En el desvencijado armarito buscó la remera que tenía escrito "Viva el río en Paraná", la bermuda verde pálido y las ojotas marrones. De la boutique "Me cago en la elegancia", como solía criticarlo un amigo. Pensaba levantarse a las seis treinta y eran ya las nueve y media. El maldito reloj despertador había fallado una vez más. ¿Lo habría puesto anoche? Solo recordaba haber tenido la intención.

Aquel 25 de enero, mientras caminaba por Harding rumbo al supermercado Publix, Mauricio Iparraguirre inició el repaso del peor año de su miserable vida. En enero recibió la triste noticia desde Entre Ríos. Su abuelo materno, Lorenzo, había fallecido dos días después de cumplir los 99. Fue un cándido ser humano que con suma dedicación y cariño suplió la ausencia de sus padres, fallecidos en un incendio cuando él solo tenía cuatro años. Ahora, su ilusión de compartir juntos el centenario quedaba hecha añicos. Nunca se perdonaría el no haberlo ido a visitar en los últimos doce años. Las palabras de amor y agradecimiento que planeaba decirle quedarían eternamente atascadas en su garganta.

Tras cruzar la calle sesenta y nueve, esquivó a un grupo de jóvenes que iban al parque a jugar al fútbol. «Rosarinos», pensó observando las camisetas de Newel"s y Central. En los primeros años del nuevo milenio, miles de argentinos arribaron a Miami. Con el estatus de país con visa waiver, sus habitantes no necesitaban más que presentar su pasaporte para entrar al país del norte. Lentamente fueron aglutinándose en Miami Beach, especialmente en el área donde vivía Mauricio. A esta zona, comenzó a conocérsela como la pequeña Buenos Aires.

En agosto del pasado año comenzó a tener problemas para orinar. Los fuertes dolores y las gotas de sangre que expulsaba lo impulsaron a hacerse una serie de chequeos. Le costó dos mil dólares enterarse de que tenía un ramificado cáncer de vejiga. No poseía seguro médico y el tratamiento costosísimo le consumió en pocos meses los ahorros de más de diez temporadas. Era todavía una incógnita el tiempo que le quedaba de vida.

Agosto lo recibió con la noticia de la suba alevosa en los intereses de la hipoteca de su departamento. De seis punto cinco pasaba a pagar once punto nueve. Si le agregaba el aumento de impuestos y, seguro, su mensualidad, cambiaba de $1100 a $2.000. La burbuja de un sobrevaluado mercado inmobiliario había explotado años atrás, haciendo imposible a miles de nuevos propietarios seguir manteniendo sus inmuebles. Alquiló un humilde mono ambiente en el piso más alto de un edificio art-deco de los cuarenta y dejó de pagar las siete tarjetas de crédito cargadas hasta el límite. Bancarrota total.

—Un domingo nublado, caluroso y húmedo. ¡Vaya invierno el de Miami! —murmuró el hombre al pesarse en la balanza de la entrada.

Era una costumbre que tenía desde que, por su enfermedad, empezó a adelgazar drásticamente.

—Ciento treinta y siete libras —dijo con voz temblorosa.

Había perdido cuarenta en los últimos ocho meses y su condición no parecía mejorar.

Entró lentamente y se dirigió al área de atención al cliente. Allí vendían los periódicos y podría comprar también la lotería de la Florida. «Si nadie la ha sacado» pensó Mauricio «  debía tener un pozo como de treinta millones». Para cerrar el 2007, se quedó sin trabajo. Ya no podía soportar el esfuerzo que requería ser un empleado de la construcción. Maestro mayor de obras, había estado en el oficio desde los 19 años, ahora ya no podía ni manejar la cuchara de albañil. Tenía que encontrar con urgencia algo tranquilo que le diera aunque sea para sobrevivir. No quería volver a la Argentina hecho una piltrafa. A pedir limosna.

— ¡Qué suerte de mierda, más jodido no podría estar! —insultó por lo bajo—. Solo falta que me cague un pájaro y me pise un auto al salir de aquí.

Agarró el Nuevo Herald y puso junto a la registradora el cartón con los números a jugar. Sintió una rara sensación, como de humedad, corriéndole por el rostro.

— ¿Qué será? —se preguntó. La cajera lo miró con lástima mientras extendía la mano.

Siguió inventariando mentalmente sus desgracias. Su ex esposa y su hija se mudaron a otro sitio en Paraná. No le dieron la nueva dirección y cambiaron el número de teléfono. No querían saber nada más de él. « ¡Desaparece de nuestras vidas, por favor!», fue la lapidaria frase.

Apoyó su mano derecha en el mostrador. Por poquito no cae redondo al piso. Cerró con fuerza los ojos, como queriendo borrar la imagen que le había hecho perder la verticalidad. Movió poco a poco los párpados y volvió a enfocar la pizarra. No había duda, allí estaban. Siete: los años de panchito, su chihuahua adorado. Trece: la edad de la hija negada. Catorce: fecha del nacimiento del abuelo Lorenzo. Veinte: fue el día de junio en que su mamá lo tiró al mundo. Cuarenta y cinco: inviernos perdidos. Cuarenta y ocho: su número favorito. Aspiró hondo y revisó la lista una vez más. Observó la fecha del sorteo y el monto del premio. Sintió que le dolía el corazón. Creyó que por unos instantes le dejaba de latir para seguir luego su descompasado ritmo. Una repentina arcada le llenó la boca con un sabor agrio. El pánico inicial permutó en alegría incontenible. Resultaba increíble. Mauricio Iparraguirre se había convertido en el poseedor del único billete ganador del Loto de la Florida. Tan solo veintiocho milloncitos de dólares.

La cajera lo miraba ahora entre intrigada y asustada. Mauricio dejó que las lágrimas corrieran libremente por sus mejillas. Por un minuto, permaneció inmóvil. Los ojos exageradamente abiertos, como no queriendo pestañear y encontrarse con que todo fuese un simple espejismo.

— ¿Se encuentra bien, señor? ¿Puedo ofrecerle un vaso de agua? —le preguntó la cajera paisa al verlo a punto de desmayarse.

— ¡Extraordinariamente bien mi cielo! —Agregó el flamante millonario, a la vez que le estampaba un beso a la azorada mujer —. ¡Se encuentra usted en presencia del flamante ganador del loto! —exclamó exultante. Arrepintiéndose al instante de tamaña indiscreción. Con la yeta que cargaba, seguro lo asaltaban y lo cagaban a palos antes de cobrar el primer peso. Decidió actuar con cautela y disfrutar de ese momento único. Una vez en la vida toda la suerte del mundo estaba de su lado.

— ¡A ver! —Dijo Mauricio—. ¿Qué voy a hacer con tanto dinero?

Comenzó a organizar sus anhelos más postergados. Compraría una mansión en el sur de su país. A orillas del lago Torrentoso, en Villa la Angostura. Tras visitar el lugar en la niñez, las imágenes de ese paraíso le quedaron impresas para siempre. Buscaría a la familia abandonada para pedirles perdón, luego se irían a vivir todos juntos. Viajarían por el mundo, París, Egipto, Italia. China. Los mejores hoteles, los más lindos regalos, todos los lujos para ellas. Sintió una fuerte punzada en la espalda y tomó un trago de agua. Aspiró hondo y tiró el vaso de plástico en el depósito de productos reciclables.

—Apenas salga del súper tengo que ir a la iglesia. Debo pedirle perdón al tata mayor —se recriminó en voz baja. Hace unos días nomás había increpado duramente a Dios. Le reclamó el que lo hubiera ignorado durante toda su vida. « ¡Nunca me diste una ayudita!», le dijo. «A estas alturas ni siquiera estoy seguro que existas», fue la oración que completó el sacrilegio.

Mauricio se sintió repentinamente mareado. Buscó a tientas la silla más cercana en el Deli y se sentó pesadamente.

—Esta maldita taquicardia no afloja —protestó.

La alegría no le había permitido fijar su atención en el cada vez más desacompasado ritmo cardíaco. De repente se sintió exhausto. Algo frío le corría por la frente. Se pasó la mano y la miró sorprendido. No había rastros de nada. Ni agua ni transpiración. Una burbuja de aire pareció explotarle en el pecho. Luego una dolorosa sensación de vacío total. Dirigió su mirada al techo y lo encontró más bajo y sucio. Un bipeo insoportable acallaba los ruidos del supermercado. Juntó sus palmas y las levantó. — ¡Ahora no, Diosito! —suplicó confundido—. ¿Por qué me das todo y al instante me lo quitas?

Se paró para luego caer ruidosamente, tirando la silla a un costado. Tanteó el piso mojado, aunque sus ojos lo mostraban seco, y se aferró a la pata de la mesa.

En el último suspiro de su inservible vida, Mauricio comprendió lo que pasaba. Se sintió el ser más patético del planeta. No existía nada que agradecerle al altísimo. Ni sus últimos quince minutos de éxtasis habían resultado auténticos. Una lúgubre sonrisa fue la expresión final que habitó su rostro.

Llovía copiosamente sobre Miami. En un destartalado mono ambiente, con un techo repleto de goteras, un hombre moría abrazado a la pata de su cama. La alarma del reloj sonaba indicando las seis y treinta de aquel aburrido domingo invernal.



¡Muy buena semana hermosa gente de San Rafael, Alvear y Malargüe! Les dejé un viejo cuentito de mi primer selección de relatos “El guionista de Dios… ¿o del Diablo? (Artnovela, Bs As, 2009)

Los invito también a visitar mi nuevo canal de youtube. Allí encontrarán varios audios de mis cuentos leídos por el susodicho.  

https://www.youtube.com/channel/UC26HBIQ1PVRE8phkeJLR2XA?view_as=subscriber

Walter Gerardo Greulach, el Quijote verde, se despide cordialmente…