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Cultura El Quijote Verde Miercoles, 22 de Mayo de 2019

La maldita escala Glasgow

Walter Greulach es un sanrafaelino nacido en Jaime Prats. Hoy, reside en Miami y colabora con MediaMendoza.com a través de esta columna a la que él llama El Quijote Verde. Esta es otra de sus entregas.

Miercoles, 22 de Mayo de 2019
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26/05/2019


—Hoy se cumplen veinticinco años desde aquello, hermanito y aun te seguimos extrañando —dijo Silvia y con su mano derecha le retiró un mechón rubio que pendía entre sus cejas.

Fue un domingo frío, húmedo y nublado, recordó Federico. Había asistido, junto a Pepe, Tito y pachorra López, a una carrera de turismo nacional en Balcarce. Era de tardecita cuando volvían, ese momento en que el sol te da en los ojos y no hay forma de esquivarlo. Todavía no podía explicarse de donde salió el caballo aquel. Pegó un volantazo y lo esquivó por centímetros, pero la Ford F-100 derrapó y fue a estrellarse contra un centenario roble tras un zanjón de riego. No llevaba el cinturón puesto y atravesó el parabrisas, aterrizando como diez metros más adelante en un campo arado, con tal mala suerte que su cabeza impactó contra la única piedra en toda la hectárea.

Entró en un coma profundo, del que salió, milagrosamente, dos meses y medio después. Esto hubiese resultado una bendición para cualquiera, si no fuera por un pequeño inconveniente. Federico era el único ser humano consciente de este acontecimiento.

—A veces pienso que sería mejor que todo terminara. ¿Qué sentido tiene prolongar nuestro sufrimiento? Hace tiempo que vos ya no estas hermanito y mantenerte enchufado por nada, nos está llevando a la bancarrota —murmuró la mujer fríamente mientras se levantaba de la silla y descolgaba un saquito de lana del perchero, ubicado junto a la puerta de salida.

Pudo realizar únicamente un movimiento en todos estos años, levantar los parpados al emerger del coma. Luego, parálisis total, ni un pestañeo. Gracias a una sugerencia de su madre le ponían gotas en los ojos regularmente y eso salvó su visión. Por un tubo conectado a su esófago le suministraban agua y alimentos. Cada ocho horas, aproximadamente, lo cambiaban de posición para evitar el anquilosamiento.

Una mente sana, prisionera en un cuerpo muerto. Era la situación más terrorífica a la que un humano podía estar sometido. Lo que a Federico le resultaba desgarradoramente increíble, era que tras un sinfín de test, realizados al principio, nadie hubiese detectado que su intelecto estuviera intacto. ¿O es que acaso sus ondas cerebrales no podían ser medidas?

Angustia, desesperación, impotencia, abandono, no se encontraría un término que describiese las emociones que castigaban al pobre hombre.

Sus ojos y sus oídos fueron testigos del lento proceso por el cual, luego de unos primeros meses de esperanza, lo declararon “vegetal”, arrojándolo indefinidamente en aquel cuartucho de hospital. Dieciocho años atrás le habían realizado las últimas pruebas.

—La escala Glasgow, la maldita escala Glasgow —pensó Federico con tristeza,— es la culpable principal de mi horrible soledad.

Esta escala es un método “supuestamente” confiable para diagnosticar el grado de coma en un paciente. Cuantos médicos y enfermeros habían circulado por su habitación, para terminar declarando, una y otra vez, la muerte cerebral.

— ¿Es que nadie va a chequear nunca mis impulsos mentales? —Se preguntaba el desahuciado individuo. — ¡Estoy vivo, pienso, sufro! ¿No pueden verlo en mis ojos? ¡Por favor, rescátenme! ¡Dios mío, sáquenme de aquí!

La madre fue una de las pocas personas que siempre creyó en él. Se quedaba horas junto a sus despojos humanos, contándole sobre acontecimientos familiares, sobre la vida de sus amigos, los sucesos del país, el clima, lo que había comido, etc., etc. Gracias a ese ángel, se le hizo más tolerable el infierno y cuando un día murió, deseo poder irse con ella, pero el suicidio era algo inalcanzable para Federico. Su impiadoso corazón seguía latiendo soberano.

Aprendió a dormir con los ojos abiertos, cuando de noche, la mayoría de las luces del cuarto estaban apagadas. Contaba los minutos que faltaban para que variaran su posición, con la esperanza que no lo pusieran mirando el techo o las sabanas y con mucha suerte, sus pupilas pudiesen entonces enfocar la ventana. Si las cortinas estaban abiertas podría ver el cielo azul o las hermosas nubes y alguna que otra ave pasajera.

Antes, por lo menos, su mamá le dejaba la radio bajita. Escuchaba música, noticias y hasta algún partido de futbol. Por aquellos días, podía saber la fecha en que estaba. Ahora no tenía ni idea, y el saberlo se convirtió en una verdadera obsesión. El único torturante sonido del presente era el respirador artificial de otro colega vegetal, instalado meses atrás en la misma pieza y del que solo lo separaba un destartalado biombo amarillo.

Entonces un día lo escuchó y vio sus pies…

Hacia unos minutos que Silvia, la única persona que lo visitaba regularmente, se había marchado. Lo tumbaron mirando las gastadas baldosas. Se entretenía siguiendo el recorrido de dos hormiguitas negras que parecían jugar carreras por la descolorida junta.

Le llegó una voz nítida que lo subyugó al instante, denotaba confianza y autoridad. Los pasos sonaron firmes al acercarse a su cama. Usaba unas zapatillas azul claro y unos jeans gastados, por lo menos hasta donde los podía observar Federico.

—Descríbame este caso señorita —ordenó cortésmente

—Federico Orticoechea, cuarenta y siete años, lleva más de veinte en condición vegetal. En los primeros años se le hicieron las pruebas rutinarias que confirmaron su coma irreversible —dijo la enfermera como recitando un discurso aprendido de memoria.

— ¡Tu abuelita está en coma, desgraciada de mierda! —pensó con rabia el pobre infeliz.

—Tiéndalo boca arriba por favor Amanda —dijo la seductora voz.

— A ver, don Federico —agregó el doctor Gutiérrez, —  ha transcurrido mucho tiempo desde que alguien te prestó un poquitito de atención.

Federico analizó aquel rostro de mandíbulas generosas y barba recién retocada. Había algo en esa persona que le infundía una intensa paz. Tras revisarle los ojos, ahora palpaba con detenimiento su cuerpo, centímetro a centímetro, buscando esperanzado algún tipo de reacción.

—Pese a llevar más de dos décadas en este estado, su físico no tiene el deterioro que se hubiese esperado — le dijo sorprendido a la mujer, haciéndole señas para que se acercara con la planilla y los elementos involucrados en el test programado.

—He recorrido todo el país analizando casos como el tuyo Federico y ni te imaginas con las gratas sorpresas que me he topado —le dijo Joaquín Gutiérrez, insuflando esperanza en el alma del pobre infeliz.

Acercó una pequeña aguja al dedo gordo del postrado y mientras lo pinchaba agregó:

—Comencemos con la bendita escala Glasgow, que aunque no termina de convencerme, es lo que tenemos para lograr una autorización que nos habilite a realizar chequeos más sofisticados.

La ilusión de Federico se desmoronó al instante de escuchar el nombre de la odiada prueba. Otros exámenes anteriores, del mismo tipo, habían fracasado. ¿Por qué tendría que ser diferente ahora? se preguntó descorazonado.

—Si aún hay algo de ti ahí adentro, mi amigo, está puede ser una de las últimas oportunidades en darlo a conocer. Concéntrate y pon tu mayor esfuerzo en mandarnos una señal —expresó el bondadoso galeno, mirando a los ojos de Federico sin desviar la vista ni un momento.

Por cuarenta minutos realizaron los procedimientos de rutina. Un doloroso silencio asfixiaba el ambiente, solo interrumpido por la voz de Gutiérrez afirmando cada tanto: —No responde.

—Muéstrame algo, lo que sea, tan solo una señal —imploraba el medico tras cada nuevo fracaso.

La enfermera puso al abatido hombre otra vez bocabajo y lo tapó hasta el cuello con la sábana.

—Sus zapatos son hermosos —pensó Federico al observar los mocasines de cuero blanco que se alejaban rumbo a la puerta.

—Apúrese Amanda —dijo el doctor, — debemos estar en el Hospital Italiano antes del mediodía, hay dos casos más esperándonos. No se olvide ningún papel, por favor.

Gutiérrez miró el inerme cuerpo y suspiró afligido. Nunca se acostumbraría a su nuevo oficio de sepultar almas para siempre.

—Una pena, creí ver algo en sus pupilas —musitó mientras se acercaba dos pasos para pegarle un último vistazo.

Un segundo antes de darle la espalda, vio deslizarse por el pómulo del postrado un grueso lagrimón. Esperó un momento, confundido. Su mirada clavada en la gota salvadora que alcanzaba la comisura de los labios. Luego, una más por la mejilla contraria y otra y otra.

— ¡Dios mío, sabía que estabas allí adentro! —susurró el barbado galeno, apretando con fuerza las manos de un felicísimo Federico.

Gutiérrez sintió como sus ojos también se ahogaban en llanto…


Que pasen una excelente semana gente linda. Gracias por ofrendarme su valiosísimo tiempo de lectura. Abrazo de oso y a cuidarse mucho.

Walter G. Greulach, el Quijote verde desde el barrio de la Buena vista, Miami.