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Cultura El Quijote Verde Lunes, 15 de Abril de 2019

El baúl de mis siestas

Walter Greulach es un sanrafaelino nacido en Jaime Prats. Hoy, reside en Miami y colabora con MediaMendoza.com a través de esta columna a la que él llama El Quijote Verde. Esta es otra de sus entregas.

Lunes, 15 de Abril de 2019
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21/04/2019

Desde que tengo uso de razón, el antiquísimo cofre estuvo siempre en la esquina opuesta al mueble de la biblioteca, en la sala de estar. Habitación que en invierno oficiaba también de comedor, debido a la acogedora presencia de la estufa de leña. Este baúl me había fascinado desde el primer instante en que lo vi. En las tediosas siestas mendocinas inventariar su contenido se convirtió en mi pasatiempo favorito. Momento propicio en que reinan las lagartijas, esas dos horas de paz absoluta, me fueron ofrendadas para sumergirme en el mundo maravilloso de mi bisabuelo Hugberth.

Heriberto, mi abuelo, y sus tres hermanas, lo trajeron de Alemania recién terminada la gran guerra, cuando los Friedrich, con la presencia como único bien valioso, llegaron a Argentina. El primer gobierno de Hipólito Yrigoyen les regaló ocho hectáreas en un remoto oasis del sur de nuestra provincia, junto a la vera del rio Atuel. Allí alzaron una casona bien germana, cultivando con esmero la tierra que la rodeaba.

Mi padre ya hacía décadas que había perdido todo interés en la reliquia aquella, dándome el privilegio de ser el único depositario de la llave del gran tesoro. Esto me permitió mantener a distancia a ocasionales curiosos, llámense primos, amigos o hermana fastidiosa. Es más, mi madre terminó de quitarle su atractivo al taparlo con un confortable almohadón, forrado en terciopelo burgundy. Así pasó a ser el banco ideal para calentarse las piernas junto al hogar.

El trabajo de archivero consumió las siestas de mi adolescencia, dándome un aceptable manejo del idioma de Goethe. Soportado además por las clases que comencé a tomar en la cercana ciudad, capital del departamento. En ese entretenido oficio me hallaba cuando me topé con el manuscrito. Si la mente (que a los setenta se emperra en jugar conmigo) no me falla, diré que transitábamos el año sesenta y cinco. Como mucho debía andar en mis diecisiete eneros. En todo el tiempo que llevaba desempolvando mapas, medallas de guerras teutónicas perdidas, recetas de remedios caseros, inventarios de plantas aromáticas, daguerrotipos del siglo XIX, un montón de poemas y hasta el inicio de una novela romántica escrita por mi bisa, etcétera, etcétera, etcétera, nunca había encontrado las páginas aquellas. La divina providencia me lo ofrendó un día cuando, tironeando la cruz de hierro de Berthy, atascada en una esquina, rasgué la tela que cubría el fondo del baúl, descubriendo así un sobre de cartón con dieciocho amarillentas hojas en su interior.

Me insumió todas las vacaciones de verano realizar una traducción aceptable de aquellos papeles. El resultado final fue un delirante testimonio de las supuestas experiencias que marcaron los años finales de Hugberth Friedrich. Remarco supuestas, por el grado de incredibilidad y fantasía que conllevaba su contenido.

Berthy debía pisar los cuarenta cuando todo comenzó. Vivía con su esposa y sus tres hijos en el pueblo de Dinkelsbühl, en Baviera. A escasas cuadras de la iglesia de San Jorge, en pleno casco antiguo del poblado. Esto lo sé porque mi bisa se encargó de destacarlo al comienzo de esa especie de diario. Además unos daguerrotipos, que yo conocía de memoria, me terminaron de bosquejar una pequeña y pintoresca ciudad. Hermosos edificios preñados de historia, rodeados por altos muros con profundos fosos a sus pies, que lucían intactos al paso del tiempo. Allí, en el fondo de su vivienda, Hugberth poseía una huerta extraordinaria, con las hierbas más extrañas que pudiesen encontrarse. De esa huerta y de una pócima prodigiosa, cuya receta puso el azar en sus manos, trata esta historia.

Mi ancestro era el bibliotecario del pueblo. Aunque en Dinkelsbühl lo conocían como “el hechicero”. Su fama se asentaba en los secretos brebajes que de sus cultivos extraía y que al parecer curaban todo mal, físico o espiritual.

Al morir, su mentor, maestro en el arte de conjurar a los Dioses a través de la mezcla de hierbas, le legó “El libro sagrado de las infusiones mágicas” (o por lo menos así fue interpretado el titulo por mi pobre traducción). En dicha obra, datada en el siglo XIV, encontró una receta que al discípulo nunca le había sido develada. Por ella se obtenía una infusión para ver el futuro. Supuestamente al beberla, entrabas en un trance que te permitía tener visiones de importantes acontecimientos por venir.

A conseguir los ingredientes se dedicó nuestro alquimista botánico. Por más de dos años estuvo recorriendo todas las huertas de hierbas medicinales de Europa. Viajó a India y Brasil para localizar unos cuantos ingredientes claves. Todo debía ser fresco, recién cortado. Así que la única opción fue traerse las semillas y recrear en su huerta el clima tropical necesario para su crecimiento. Por fin el domingo veintiséis de abril de 1897, a la medianoche y tras hervir los componentes y dejarlos macerar por tres días y medio, se tomó la pócima antes de irse a dormir. La fecha quedaría grabada en su diario. En color rojo y mayúsculas, como para remarcar su importancia.

Las visiones que lo acometieron desde entonces y hasta minutos antes de su muerte, están documentadas en las ultimas nueve hojas del documento. Van desde abril del 1897 hasta junio de 1912. Las dos guerras mundiales, el holocausto, las bombas de Hiroshima y Nagasaki, Vietnam y hasta lo de las torres gemelas, son mencionadas con alucinante detalle. Mantuvo este increíble conocimiento solo para él. Un secreto que defendió hasta el momento de introducir el caño del revolver en su boca.

Recuerdo haber leído extasiado las hojas de mi bisabuelo, una y otra vez. Lo que al principio sonó como el divague de un lunático, se me terminó presentando como una brutal revelación. Berthy había sido testigo del terrible devenir de la humanidad durante el siglo XX. No existía fraude alguno, era su letra. La misma de los poemas y la novela. La que estaba en los reversos de los daguerrotipos.

La vehemencia con la que comenté el descubrimiento a mis viejos me terminó jugando en contra. No había una pizca de sentido en todo ello. Ni se molestaron en leerlo, mirándome como se observa a alguien al borde de la locura, ni siquiera me hablaron. Al otro día ya no existía ni llave, ni baúl. El tesoro de mis siestas desapareció para siempre.

— ¿Sabías que cuando el abuelo se suicidó llevaba ya unos meses encerrado en el manicomio? —Me confesó mi padre esa noche. — Mi viejo contaba que el desprestigio, como una especie de maldición, cayó sobre la familia. Esto, sumado por supuesto al desastre de posguerra, fue la causa principal de la huida hacia Argentina.

Hoy, a la distancia, estoy seguro que el hondo temor de mis mayores a que yo poseyera los genes demenciales de Berthy, los llevó a quemar o sepultar el baúl quien sabe dónde. Pero el cachudo no descansa y por mera casualidad (o destino), aquel día había dejado el cuaderno con la traducción fuera del cofre, junto a mi cama, entre los libros de texto de la ENET. Corrí desesperado a esconderlo, con el bombo latiendo a mil. Sé que en ese entonces ya acariciaba mi mente la idea de reproducir la poción maravillosa.

Fue más complicado de lo que imaginaba. Sus ingredientes eran raros, exóticos. A la dirección postal de un amigo cómplice, y después de mil y una búsquedas, me llegaron las semillas. Los cultivos los hicimos al resguardo de curiosos, en la granja de su padre. Para mi suerte, este poseía un vivero en un pueblito vecino.

Un par de meses antes de irme a estudiar abogacía a Córdoba, el brebaje estaba listo. Néstor, así se llamaba mi compinche, me instaló un catre en un lugar bien escondido del vivero, tras las plantas de hierbas aromáticas. Un lunes húmedo y caluroso sobre el me tendí después de haber ingerido la espesa infusión. El amarguísimo liquido tras quemarme la garganta, pareció explotar en mi estómago. De solo recordar me dan nauseas ahora. Dice mi amigo que a los cinco minutos estaba delirando, balbuceando cosas ininteligibles. Al cuarto de hora ya me había desmayado con la boca repleta de espuma.

Desperté tres días después en un hospital de la capital provincial. Me hallaba entubado desde las cejas hasta los talones. Cuentan que me salvaron de pedo, gracias a que Néstor dio rápido la voz de alarma. Cuentan que me cagué hasta en las medias.

De las visiones de Berthy no tuve ni una. O por lo menos no lo recuerdo. Quizá no supe combinar bien los componentes, sus cantidades, su tiempo de cocción. Quién sabe. Últimamente, tras la muerte de mi querida esposa, un pensamiento ha estado planeando por mi mollera. Me tienta la idea de intentarlo de nuevo. Nada tengo, nada pierdo. Creo, no… mejor, estoy convencido, que ha llegado el momento adecuado.

Será mañana tempranito, sin testigos, sin socorro oportuno. Si lo logro, tendré el mundo a mis pies. Como sea, de una o de otra forma, habré tenido éxito en mi propósito.

Que disfruten de esta nueva semanita que comienza gente bella.  Hoy les regalo un cuento inédito, recién sacado del horno. Son ustedes merecedores de verlo por vez primera.  Espero que se entretengan con el baúl de mis siestas.

Nos hablamos en siete días sur mendocino.  Cuídense mucho porfa.

Walter G. Greulach, el Quijote Verde