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Cultura El Quijote Verde Martes, 20 de Agosto de 2019

Cuestión de mente

Walter Greulach es un sanrafaelino nacido en Jaime Prats. Hoy, reside en Miami y colabora con MediaMendoza a través de esta columna a la que él llama El Quijote Verde. Esta es otra de sus entregas.

Martes, 20 de Agosto de 2019
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21/08/2019


Perfumes de tierra mojada, mixturadas con menta y gardenias, me acarician en la mañana despertándome antes de lo normal. Con suerte deben ser pasadas las seis, pero la insufrible jefa del hogar ya abrió las ventanas y la pajarería en los árboles está enloquecida. Me queda el consuelo de que mis cuatro pesadillas emplumadas, no sé por qué bendita razón, me negaron el cacareo matutino. Mi madre acostumbra regar el patio, al amanecer y a la tardecita, con un tachito pegado a un palo de escoba. Saca el agua de un gran tanque pegado a la casa, que se llena con lluvia. En épocas de sequía limpia los pisos de cemento pulido, pintados de rojo oscuro, hasta tres veces por día. Luego les pasa el lampazo con kerosene para darles brillo. Titánica tarea si pensamos que el zonda se divierte con ella, metiéndole polvo por cuanto resquicio quede disponible.

El sur mendocino es una zona semiárida surcada por dos ríos en ardua lucha contra el desierto, el Atuel y el Diamante. A lo largo de sus riveras se forman oasis donde se apiñan las chacras. En una de ellas, a cinco kilómetros de un pueblito llamado Jaime Prats y a fines de los sesenta, es donde discurre mi historia.

La gente dice que hablo como un adulto y uso palabras rebuscadas. A mí me salen solas, no estoy escogiéndolas. Tengo siete años, soy hijo único y curso el tercer grado. Flaquísimo, anteojudo, cabezón y con pecas. Un auténtico muestrario de complejos e inseguridades. Mis padres andan diciendo por todos lados que soy un prodigio, una mente avanzada, un alma vieja y no sé cuántas guevadas más. Solo porque aprendí a leer antes de cumplir los cuatro. No me lo creo para nada. Soy un niñito miedoso que se caga en las patas imaginando sombras que merodean su cama.

Ramalazos (esa sí que es rebuscada) de felicidad y angustia me estremecen mientras me visto para ir a la escuela. Un rato alegre, pues mañana tempranísimo empiezan las vacaciones y nos vamos a pasear a Mendoza. Un rato afligido por las visiones y pesadillas de la noche pasada. Todos los monstruos parecen haberse conjurado para atacarme al momento bajar los párpados. Aunque también me acechan en las sombras del dormitorio, cuando lucho por no caer dormido.

Mi mamá elabora mentalmente el habitual sermón mañanero cuando le cuento que solo dormí un par de horas. Tras estudiar el cansancio reflejado en mi rostro, mueve la cabeza suspirando y dice:

           —¡Otra vez Jorgito! Si dejaras de leer esas tonterías de terror de tu padre —podrías dormir más tranquilo. Un niño de siete años no mira esas cosas. Todo es mentira, eso no pasa, esas criaturas no existen. Ahora si o si vamos a tener que prohibirte que lleves los libros a tu pieza. Ya estoy cansada, harta, no te hace nada bien estas lecturas. ¡Mírate las ojeras bebé!  Lo tuyo es solo una cuestión de mente. Vas a tener que comenzar a limpiar esa mollera tuya —me termina diciendo, como si solo de agarrar un escoba se tratase.

Soy un pequeño cobarde con un irreprimible vicio, leer relatos de terror. ¡Me encantan! Especialmente los de Poe y Lovecraft.  Mi papi tiene una colección buenísima de este tipo de literatura. El pensar que pudiesen ocultármela, me provoca más angustia que la proximidad de la noche.

“Es una cuestión de mente” trato de convencerme mientras subimos al sulky. Mi papa se ha llevado la chata, una Siam Argenta celeste, modelo 64. Es tomero de la zona. Periódicamente debe revisar las salidas de agua del canal matriz y limpiarlas de hojas y yuyos, entre otras tareas. No nos ha quedado otra que enganchar el viejo Tito al carruaje y recorrer así los dos kilómetros que nos separa de la Rio Bamba 453. Toco mi maleta para asegurarme que esté el sánguche de jamón y queso. Allá nos darán también una taza de mate cocido con leche y un pedazo de dulce de batata. Yo prefiero el de membrillo.

Los cinco perros, encabezados por Picho y Coqueluche, nos siguen por el sendero bordeado de olmos y casuarinas. Van ladrándole con saña a las ruedas. No entiendo porque papi los dejo a todos sueltos, a veces pelean feo, lastimándose. Trasponemos la tranquera entrando a la Línea de los palos, el vecino don Salinas nos saluda sacándose el sombrero. Un par de rayos, seguidos por sus truenos, le fruncen el ceño a mi chofer. Cuando llueve mucho, el camino se vuelve intransitable. No tengo ni un poquito de ganas de volver caminando. ¡Ah! Me olvidaba de comentar que mi madre es la directora de la escuela, además de maestra, celadora, etc. etc. Pasando los tres puentes comienza a lloviznar y azuzado por las riendas, el Tito acelera el paso. Por suerte trajimos la capotita del Sulky.

—Es una cuestión de mente —musito bajito. Esta noche le diré adiós para siempre a mi sequito de ánimas y seres pavorosos. O por lo menos voy a intentarlo.

Es la hora diez, ya estoy acostado, el olor a pan casero y tortitas recién horneadas me devuelve el hambre. Intento concentrarme, ya ni siquiera tengo la tranquilidad de acceder a mi otrora refugio. El único lugar inexpugnable para mis monstruos, la cama grande de mis padres. Allí no se acercaban nunca, y ahora me lo han prohibido, para beneplácito (he aquí otra rebuscada palabrita) de mis demonios. Fue aquella triste noche, hace ya ocho meses, en la que cumplí siete años. Estoy completamente solo en esta lucha desigual, pero en esta velada voy a ignorarlos. Mi cabeza estará en blanco. No desfilarán siluetas ni imágenes aterradoras por ella. No escucharé el repiquetear del corazón delator. No sobrevolará por mi cielo un gigantesco cuervo negro, o volveré a ver la brumosa figura de Cthulhu acercarse con sus tentáculos amenazantes. Ya no habrá más ruidos de ratas entre las paredes.

En mi mesita de luz se halla encendida la lamparita de Kerosene. Es solo cuestión de minutos para que vengan a apagarla. Leo un cuento de hadas y príncipes azules, de los hermanos Grimm, que me hace bostezar de aburrimiento. Miro los estantes a la derecha del ropero. Mis amados libros ya no están, justo ahora que iba a ascender por las montañas de la locura. El sol de noche ilumina la puerta de la cocina que apenas veo desde aquí. Mis padres discuten. Intento agudizar mis oídos. Pese a que hablan bajito llego a escucharlos. Mami conmina a papá a sacar todas las obras de terror de su biblioteca y guardarlas con llave en los dos baúles del galpón. Es el fin, mi mundo está a punto de acabarse. Comienzo a llorisquear ante el terrible vacío que se avecina. Sé que solo si logro ignorar mis monstruos podré recuperarlos. Tengo que lograrlo.

Hay un balbuceo y una súplica de papá que me llega nítida:

—Démosle un par de semanitas aunque sea mi amor. A él le encantan esos cuentos. Es su vida. Me prometió que no iba a tener más miedo, que ya tenía menos que antes. No podemos ir escondiéndole todo por allí, ocultándole el mundo. ¿No te parece?

—Será tu mundo querido —contesta mi madre con un dejo de rabia en la voz.

Después de que me apagaran la luz, cerré los ojos con fuerza. Es una cuestión de mente me repito una y otra vez. No hay nada allá afuera, todo está en mi interior, en mi cabeza. Empiezo a dormirme haciendo caso omiso de las sombras que merodean furiosas por mi habitación. ¡Qué bueno, parece que lo estoy logrando! He dejado la radio bajita por consejo de papá, en El mundo emiten un programa de música clásica. No vaya a ser que los sonidos de cadenas arrastrándose o de los gorgoteantes murmullos me despierten. Al fin me duermo, para despertarme como cuatro horas después, con el regocijo de comprobar que no he soñado ni con un solo diablito. Vuelvo a cerrar los ojos relajado. ¡Qué delicia!

Algo me agarra de los pies. ¡Estoy perdido! ¡Son ellos! Vienen por mí, no tengo dudas. Son fríos y babosos tentáculos los que se enrollan en mis piernas y tiran, tiran. No quiero abrir los ojos. Sé que no estoy soñando. La sensación de presión sobre mis extremidades es real. Me arrastran sobre las sabanas, me llevan a las profundidades. Nunca he sentido tanto temor como en este instante. Un olor nauseabundo me asalta. Un ser putrefacto y horrible, un primordial de otra dimensión se apodera de mí. Grito angustiado, pero mis cuerdas vocales solo expulsan un patético gemido y suelto mis manos de los bordes de la cama. Me dejo llevar ya resignado, sumiso. Ya fui, chau vida.

—¡Vamos dormilón! Arribaaaaaa Jorgito! —exclama mi padre tirándome de los tobillos mientras se ríe. Soy el monstruo de la tormenta que viene a llevarte a Mendoza. ¡Uhhhh!

Me sigue arrastrando hasta hacerme caer de rodillas fuera de la cama. Mi mamá, todavía con el camisón puesto y los ruleros en la cabeza, se asoma para saber la razón de tamaño alboroto, de paso aprovecha para retar a su esposo.

— ¿Te anduviste revolcando sobre una osamenta querido? Huele asqueroso. Te dije que tires dos veces el agua en el inodoro. ¡Por favor!

Un gran abrazo bella gente del sur mendocino. Les dejo un relato nuevo, inédito. Espero les guste. Habla de una época (los años 60) en la que no había tv, ni internet. En donde los libros eran los únicos  que nos abrían la mente, acercándonos a un mundo desconocido y lejano. En la mente de un niño (por lo menos fue en mi caso) universos increíbles nos iban siendo revelados.

Hasta la próxima entrega. Se me cuidan muchísimo.

W.G.Greulach, el Quijote Verde, desde el barrio de la buena Vista, Miami.